jueves, 26 de marzo de 2009

¿Por qué leemos en silencio?

Artículo escrito por Antoni Janer y Jesús Tusón en la revista Sàpiens, número 77 (marzo de 2009):

“En el siglo IV el historiador Plutarco narra algo curioso: las tropas de Alejandro Magno quedaron atónitas al ver a su general leyendo en silencio una carta de su madre. Ocho siglos después, san Agustín cuenta en sus Confesiones algo parecido: le ocurrió cuando se trasladaba de Cartago a Milán. Allí conoció a san Ambrosio, de quien dice: “Cuando leía, sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía el mensaje, pero su voz y su lengua estaban quietas”.
Aunque nos cueste creerlo, en la antigüedad la norma no era leer en silencio, sino en voz alta. El griego clásico disponía de más de diez verbos para referirse a la acción de leer. El que nos ha llevado es el que cogió el latín: legere. Significa “recoger”, “seleccionar”.
Los latinos tenían una expresión muy ilustrativa: scripta manent, uerba uolant. Actualmente significa “lo escrito perdura, pero las palabras se las lleva el viento”. Antiguamente, no obstante, expresaba todo lo contrario. Esto era una alabanza de la palabra dicha en voz alta (que tiene alas y puede volar), en comparación con la silenciosa palabra sobre la página (que está inmóvil, muerta). Ante un texto escrito, el lector tenía la obligación de prestar su voz a las letras mudas, las scripta, para que se convirtieran en uerba, palabras habladas, espíritu. De hecho, los idiomas primordiales de la Biblia (el arameo y el hebreo) no distinguen entre la acción de leer y la de hablar: ambas acciones se designan con la misma palabra.
No es casualidad que la escritura se concibiera en sus principios como un acto verbal. Nació para ayudar a la memoria humana. En la Grecia clásica, los rapsodas y los aedos eran los encargados de recitar en público los grandes poemas homéricos (la Ilíada y la Odisea). Fue en el siglo VIII aC cuando estos textos se pusieron por escrito para asegurar su pervivencia en las generaciones futuras. En el siglo V aC Sócrates cargó contra los libros. Los calificó de herramientas inútiles, que no podían explicar lo que decían, sino repetir una y otra vez las mismas palabras con la ayuda de la voz. Él prefería el método de la mayéutica, que consistía en hacer brotar el conocimiento en la mente de sus discípulos a base de preguntas y respuestas. Uno de sus alumnos más aventajados, Platón, fue más lejos en esas críticas, y consideró que la escritura reducía la capacidad de memorización de los seres humanos. En todo caso, cuando puso por escrito sus pensamientos, lo hizo en forma de diálogos, que se aproximaban más a la mayéutica socrática.
El cambio de tendencia se produjo en la Biblioteca de Alejandría, fundada en el siglo IV aC. El manejo de grandes cantidades de documentos abrió la posibilidad de una lectura silenciosa, y por lo tanto, más rápida. El filólogo Aristófanes de Bizancio fue quien en el siglo III aC comenzó a separar las frases con signos de puntuación. Hasta entonces los escribas no habían necesitado esas ayudas visuales.
En el siglo II aC, al iniciar Roma la conquista de Grecia, las bibliotecas se convirtieron en un botín de guerra muy preciado. En la capital del Lacio la lectura silenciosa fue más bien escasa, pero no totalmente insólita (se practicaba sobretodo con las cartas). En el resto de casos se prefería la lectura en voz alta. En las escuelas, se enseñaba a los niños a modular la voz ante textos de Virgilio u Horacio. En privado, entre las clases altas, también era frecuente la lectura en voz alta, ejercida por un lector, generalmente un esclavo. Solían tener lugar durante las comidas y servían para hacer relaciones sociales.
Durante la edad media fue en los scriptoria de los monasterios donde se fue dibujando el camino hacia la lectura silenciosa. Las primeras reglas que exigían silencio en los scriptoria son del siglo IX. Hasta entonces los monjes trabajaban con dictados o bien leyendo en voz alta lo que copiaban. Algunos dogmáticos se mostraron inquietos. Consideraban que la lectura silenciosa permitía soñar despiertos y propiciaba el pecado capital de la pereza. Pero la lectura silenciosa conllevaba un peligro todavía peor para los padres de la Iglesia: un libro que podía leerse en privado daba alas a la interpretación libre de los Evangelios.
Eso pasaba dentro de los monasterios. Afuera, la lectura en voz alta seguía gozando de buena salud. A causa del gran número de analfabetos que había, los juglares y los trovadores eran los encargados de animar las ferias y los mercados con sus voces. En las cortes o en las casas más humildes también se recuperó la costumbre romana de pasar un buen rato con lecturas en voz alta a cargo de un familiar. Los mismos escritores eran conscientes de que sus lectores escuchaban el texto, y no lo veían. Aunque estaba al alcance de sólo una minoría, el libro fue cogiendo fuerza poco a poco. La aparición de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV marcó un antes y un después en la historia de la lectura. Por primera vez se produjeron libros rápidamente y en grandes cantidades.
Sin embargo, los primeros libros que se imprimieron eran grandes y, por lo tanto, difíciles de manejar y transportar. En 1501 el humanista italiano Aldo Manuzio empezó a imprimir libros más pequeños. Los libros dejaron de ser un símbolo de riqueza para pasar a ser el distintivo de la aristocracia intelectual. La aparición de la imprenta obligó también a cada lengua a establecer su ortografía. Con ella se garantizó la unidad de la lengua hablada.
Con el espíritu de libertad intelectual de la Ilustración, se multiplicaron los periódicos y surgieron nuevos géneros editoriales como libros pornográficos y obras satíricas en las que se criticaba al gobierno y a la Iglesia, obras que se distribuían de forma clandestina. La Revolución Industrial comportó la escolarización de la población infantil y, por lo tanto, la democratización de la lectura. La reducción de la jornada laboral hizo que la gente tuviera más tiempo para leer. Pronto las empresas editoriales se sintieron desbordadas. La gente se rebeló contra las lecturas serias. Lo que querían eran obras más mundanas, fáciles y complacientes. Aunque el libro se había convertido en un producto de consumo privado, el placer por la lectura en voz alta se mantenía vivo. En Europa, la novela por entregas se siguió leyendo en voz alta hasta la Primera Guerra Mundial. Luego, la radio y la televisión tomaron el relievo de esta larga tradición oral.”

1 comentario:

  1. me encató. lo empecé leyendo en alto y luego en silecio.
    hay mas entregas?

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